Jesús, por todas partes donde pasaba, hacía el bien. No obstante, tenía grandes enemigos.
Como hay ahora, había entonces tres clases de gente: buenos, malos no obstinados, y malos obstinados.
Los buenos amaban a Jesús. Los malos no obstinados, al oír su divina palabra, se convertían.
Pero los malos obstinados aborrecían mucho a Jesús y querían darle muerte. En una ocasión, los judíos tomaron piedras para arrojarlas contra Jesús, quien les dijo: “Muchas obras buenas os he hecho; ¿por cuál de ellas me queréis matar?
Varias veces trataron de quitar la vida a Jesús, pero Él se escapaba con gran autoridad. Mas llegó el momento en que Jesús permitió le tomasen preso.
Luego de tres intensos años de predicación y milagros, Jesús fue azotado, coronado de espinas y clavado en la cruz. Poncio Pilato fue el juez malvado que dictó la sentencia de muerte contra Jesús. Él conocía que Jesús era inocente; no obstante, para complacer a los judíos, pronunció la más injusta de las sentencias.
Jesús fue clavado en la cruz al mediodía y murió a las tres de la tarde, el viernes antes de Pascua, año 33.
Al morir Jesús, el sol se oscureció, la tierra tembló, las piedras se partieron y muchos cuerpos de santos, que habían muerto, resucitaron.
Jesús padeció y murió realmente como hombre. Como Dios, no podía padecer ni morir.
Jesús desde la Cruz nos enseñó a aborrecer el pecado y su causa. La causa del pecado es el amor desordenado a los honores, riquezas y placeres.
No necesitaba Jesús sufrir tanto para salvarnos. Cualquier acto de Jesús era de un valor infinito y era suficiente para salvar al mundo entero y aún a mil mundos. Con una sola gota de su divina sangre, era más que suficiente.
Sin embargo, Jesús quiso sufrir tanto para que comprendiéramos principalmente estas tres cosas:
1º- Cuán grave mal es el pecado;
2º- El amor inmenso que nos tiene;
3º- Cuánto vale nuestra alma, pues para salvarla quiso Jesús derramar toda su sangre y dar su vida en medio de los más atroces tormentos.
Vale mucho nuestra alma... Para salvarla, Jesús murió.
Por tanto, cada uno debe pensar: Jesús ha muerto para salvarme a mí. ¿Qué no debo hacer yo para corresponder al amor de Jesús y salvar mi alma? ¡Valgo tanto! ¿Voy a arriesgar mi salvación, y despreciar a mi Salvador, por un pecado de porquería? No tiene sentido. Además, no es buen negocio: ¿un momento de placer pecaminoso, amor desordenado, honor vano, a cambio de un infierno eterno de torturas e infelicidad?
Jesús murió para salvar a todos los hombres; pero de tal manera murió por todos, como si muriera por uno solo. Así como la luz del sol lo mismo aprovecha a todos que a uno solo.
Los méritos de la pasión y muerte de Jesucristo no aprovechan a todos, porque muchos no hacen lo necesario para la aplicación de estos méritos. Dice San Agustín: "El que te creó sin ti, no te salvará sin ti", esto es, sin tu cooperación.
Seamos, pues, queridos amigos lectores, de la clase de gente buena que elige amar a Jesús, y si recién nos estamos despertando, pasemos de ser malos no obstinados a convertirnos a Jesús, lo cual nos hará buenos. Pero NUNCA seamos de la tercera clase de personas que eligen la obstinación.
Que la Virgen María, nuestra buena madre, nos ayude en este camino al Cielo.
Luis María