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Queridos amigos de Formación:

A continuación les comparto una lectura muy fructífera para este Viernes Santo. Se trata del primer capítulo de un libro del extraordinario Arzobispo Fulton J. Sheen, llamado "Personajes de la Pasión".

Los dejo con él.

PEDRO

El drama más interesante de todo el mundo es el drama del alma humana. Si no estuviera dotado de libertad, podría lanzarse a la lucha y a la conquista sola e inadvertida; pero es dueña de elegir, algo que no está al alcance del sol ni de las piedras, puede emplear el tiempo y las cosas con el fin de decidir su destino, su eternidad y su juicio. Si bien hay muchas fases en esos dramas, quizá el más interesante de todos sea la psicología de la caída y la resurrección.

Más concretamente: Cómo pierden la fe algunas almas, y por medio de qué pasos la recobran más adelante? La respuesta a tales preguntas hay que hallarla en la historia del apóstol Pedro, cuyo nombre es el primero que aparece en el Evangelio, y al que muy apropiadamente podríamos llamar "El Pescador Filósofo", pues le dirigió más preguntas a la Divina Sabiduría que ningún otro de Sus seguidores. Por ejemplo: "Adónde iremos?", "Hasta dónde Te diriges?", "Por qué no puedo seguirte?", "Qué debe hacer este hombre?"

De este inquisitivo intelectual de Galilea, que se llamara Simón y cuyo nombre fue cambiado por el de Pedro, y al que la amargura de su espíritu le hacía clamar: "Apártate de mi, oh Señor, que soy un hombre lleno de pecados", vamos a estudiar los escalones en los que cayó y los pasos mediante los cuales volvió a levantarse. Parece que hubieron cinco momentos en la caída de Pedro.

Primero: descuido de los rezos

Segundo: sustituir la oración con hechos.

Tercero: tibieza.

Cuarto: satisfacción de apetitos, sentimientos y emociones materiales.

Quinto: respetos humanos.

Descuido de los rezos:

No hay alma que se aparte de Dios sin haber abandonado los rezos. La oración es lo que establece contacto con el Poder Divino y abre las invisibles potencias del cielo. Por oscuro que esté el camino, cuando rogamos, la tentación no puede dominarnos nunca. El primer paso de descenso en las almas corrientes es abandonar la práctica de la oración, la ruptura del circuito con la Divinidad y el proclamar la propia autosuficiencia.

La noche en que Nuestro Señor entró bajo el resplandor de la luna llena en el Huerto de Getsemaní para enrojecer con Su propia sangre las raíces de los olivos, para la redención de los hombres, volvióse hacia Sus discípulos y les dijo: "Velad y orad, para que no entréis en tentación: el espíritu a la verdad está presto, pero la carne es flaca". (San Mateo 26, 41) y apartándose de aquellos tres discípulos a la distancia que un hombre puede lanzar una piedra -¡cuán significativa manera de medir la distancia en la noche en que se ha de morir!- El se puso a rezarle a Su Padre Celestial: "...Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, empero no como yo quiero, sino como quieras tú." (San Mateo 26, 39)

Cuando Nuestro Señor regresó por última vez a ver a sus discípulos, los encontró dormidos. La mujer no velaría una hora o una noche, sino día tras días y noche tras noche en presencia de un peligro que amenazara a su hijo. Aquellos hombres se durmieron. Si pudieron dormir en tal ocasión se debió a que no tenían un concepto adecuado a la crisis que estaba pasando Nuestro Salvador, no tenían conciencia de la tragedia que ya se cernía sobre ellos. Al encontrarles dormidos, Nuestro Señor le habló a Pedro y le dijo: "...Es decir que no habéis podido velar una hora en mi compañía?" (San Mateo 26, 40). Pedro había descuidado tanto el velar como el rezar.

El siguiente momento fue: 

Sustituir la oración con hechos 

La mayoría de las almas que aún sienten la necesidad de hacer algo por Dios y la iglesia entregándose al solaz de la actividad. En lugar de pasar de la oración a la acción, descuidan los rezos y se atarean con multitud de cosas. ¡Es tan fácil creer que estamos haciendo obra de Dios cuando no hacemos más que movernos haciéndonos los inquietos!

Pedro no es ninguna excepción. En el torbellino de la captura de Nuestro Señor qué siguió después, Pedro, que ya se había armado con dos espadas, permite que su acostumbrada impetuosidad le domine. Descargando golpes temerariamente contra el grupo de gente armada, a quién hiere no es a ningún soldado sino a un esclavo del Sumo Sacerdote. Como esgrimista, Pedro era un buen pescador. El esclavo se hace a un lado y el golpe que iba dirigido contra la cabeza no hace más que cortarle la oreja. Nuestro Señor sana la oreja con un milagro y después, volviéndose hacia Pedro, le dice: "...Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomaren espada a espada perecerán" (San Mateo 26, 52). La Divinidad no la necesita. Puede llamar a doce legiones de ángeles en su Auxilio si quisiera. La iglesia no ha de luchar nunca con las armas del mundo.

El Padre le había ofrecido el cáliz al Hijo, y nadie podía impedirle que lo apurase. Pero Pedro, abandonando la costumbre de rezar, lo sustituyó con la violencia hacia los demás, y todo tacto perdióse en cuánto la devoción a una causa pasó a ser algo sin razonamiento. Mucho mejor le hubiera sido prescindir de unas pocas horas de vida activa y pasarlas en comunión con Dios, que no andar atareado con muchas cosas, descuidando lo que es necesario para la paz y la dicha. Tal actividad no puede sustituir de ningún modo el vigilar y rezar durante una hora

Tibieza:

La experiencia prueba muy pronto que la actividad religiosa sin la oración, degenera rápidamente en indiferencia. En este momento las almas se vuelven indiferentes. Creen que se puede ser demasiado religioso, demasiado celoso o “que se puede pasar demasiado tiempo en la iglesia”. Pedro nos da ejemplo de esta verdad.

Pocas horas más tarde, Nuestro Señor es llevado ante Sus jueces -y uno casi siente ganas de decir: Que Dios nos perdone por llamarlos jueces-. Mientras aquella triste procesión avanza en la inexplicable soledad en la que Dios hecho hombre Se somete libremente a los malvados lanzazos de los hombres, el Evangelio dice: “Pedro le siguió de lejos”. Había dejado la oración, luego la acción y ahora se mantiene a distancia. Sólo su mirada permanece fija en el Señor.

¡Cuál pronto se manifiesta de por sí la insinceridad de la acción cuando no va acompañada de la oración! El que fuera lo bastante valiente para desenvainar la espada pocas horas antes, ahora permanece muy a la zaga. Cristo, que una vez fuera la pasión dominante de nuestra vida, ahora pasa a ser accidental en la religión.

Aún seguimos, como por la fuerza de la costumbre- o quizá sea por remordimiento de conciencia-, tras los pasos del Señor, pero fuera del alcance de Su mirada y de Su voz. Es en tales momentos cuando el alma dice: “Dios me ha olvidado”, cuando lo cierto es que no es el Señor Quien nos abandona, sino que somos nosotros los que quedamos atrás.

Satisfacción de apetitos, sentimientos y emociones materiales

Una vez empieza a desvanecerse lo divino en nuestra vida, lo material empieza afirmarse. Entregarse excesivamente al lujo y a los refinamientos es siempre indicación de pobreza interior del espíritu. Cuando el tesoro está en el interior no hay necesidad de aquellos tesoros externos que el orín estropea, que los devora la polilla y por los que los ladrones asaltan y roban. Cuando la belleza interior se ha desvanecido, necesitamos lujos para cubrir nuestra desnudez.

Por lo tanto, no es sino natural descubrir que, en el siguiente momento de su declive, Pedro se dedique a satisfacer al cuerpo. No acude a la sala del tribunal. Se queda fuera, con los siervos, y según el expresivo lenguaje de las Sagradas Escrituras: “…Y habiendo un fuego prendido en medio del atrio, sentados aquellos en torno, en medio de ellos estaba Pedro” (San Lucas 22 ,55)

En Pedro se está desarrollando un proceso, pero difícilmente es para progresar ya que es un movimiento en descenso: andar, permanecer de pie, sentarse. Eso es exactamente lo que hizo Pedro. Andar: “lo siguió de lejos”. Estar de pie: Entró en el tribunal y se quedó entre la gente. Sentarse: Se sentó junto a la lumbre que los enemigos de Cristo habían encendido. La comodidad había ocupado el lugar de la fidelidad. ¡Nunca hubo hombre tan frío ante una fogata!

Respetos humanos

El último momento de la caída está en los respetos humanos, cuando negamos nuestra Fe o nos avergonzamos por temor al ridículo o a la mofa. Las religiones mundanas se avienen con el mundo, pero no así una religión divina. Como nos lo previno Nuestro Señor: “Más cuando os persiguieren en esta ciudad, huid a otra. Porque en verdad os digo que no acabaréis las ciudades de Israel que no venga el Hijo del hombre” (San Mateo 10 23)

Mientras la llama de aquel fuego iluminaba el rostro de Pedro, era posible para los que allí estaban y para los que acudían al tribunal verle la cara. En aquel mismo instante en que Nuestro Señor prestaba juramento ante el tribunal proclamando Su Divinidad, también Pedro prestaba juramento, no para reafirmar que Cristo era el Hijo de Dios Vivo, sino, al contrario, para negarle.

Así se produjo El clamor de los funcionarios y de la desvergonzada risa de la sirvienta que dijo: “Y tú con Jesús de Nazaret también estabas”. Pedro lo negó. Después, otra doncella del servicio dijo que él era uno de ellos, pero él volvió a negarlo, diciendo: “…Mujer, no le conozco.” (San Lucas 22, 57). Pasaría quizá una hora, y entonces uno de los hombres le dijo: “Verdaderamente tú eres uno de ellos, porque también eres Galileo” (San Marcos 14, 70). “…pues tu habla te descubre”. (San Mateo 26, 73). Pedro se encolerizó ante las repetidas afirmaciones de ellos y con un regreso atávico a sus días de pescador, cuando sus redes se enredaban en aguas de Galilea, maldijo y juró de nuevo diciendo: “…no conozco a ese hombre de quien habláis” (San Marcos 14, 71).

Los respetos humanos le dominan. ¡Cuán a menudo saben los demás lo que debemos hacer, incluso cuando nosotros se nos ha olvidado! ¡Cuán sensibles se muestran hasta al solo recuerdo de que en algún tiempo poseyeron la Fe! Más de una vez he oído exclamar a tales almas: - ¡No hablemos de eso! Quiero olvidarlo-. Pero nunca podemos olvidar; hasta nuestras palabras revelarán que hemos estado con el Galileo.

Si hay pasos que nos alejan de la Fe, ¿cuáles son los pasos que nos regresen a sus brazos?  Son: 

Primero: La desilusión. 

Segundo: La respuesta a la gracia. 

Tercero: La enmienda. 

Cuarto: Dolor

Desilusión

En cuanto el orgullo es pecado capital, de ello se deriva que la primera condición para la conversión es la humildad: el ego ha de rebajarse; Dios ha de crecer. Esta humillación viene, la mayoría de las veces, por la profunda comprensión de que el pecado no paga, de que nunca cumple sus promesas, de que, lo mismo que una violación a las leyes de la salud provoca la enfermedad, de igual modo la violación de las leyes de Dios provocan la desdicha.

Esto queda demostrado en el caso de Pedro por el cumplimiento de una profecía que le hizo Nuestro Señor a Pedro la noche de la Santa Cena. Habiéndoles prevenido a Sus Apóstoles que aquella misma noche serían escandalizados en Él, Pedro se jactó: “…Mi vida daré por ti” (San Juan 13, 37). Y Nuestro Señor contestóle: “Tú darás tu vida por mí? En verdad te digo: No cantará el gallo que no me hayas negado tres veces.” (San Juan 13, 38).

Pocas horas después, en el mismo momento en que Pedro maldecía y juraba que no conocía a Cristo, a través de los atrios de los cuartos exteriores del tribunal de Caifás, llegó el claro e inconfundible canto de un gallo. Hasta la naturaleza está del lado del Señor. Podemos denigrarla, pero, al fin de cuentas, será ella la que nos denigre. ¡Cuánta razón tenía Thompson cuando definía a la naturaleza diciendo que tiene “una verdad traicionera y un engaño leal; en inconstancia para mí, en lealtad para Él”

El canto del gallo es algo muy infantil. Pero Dios puede utilizar las cosas más insignificantes del mundo como canal de Su gracia: el balbuceo de un niño, una palabra por la radio, el canto de un gorrión. Puede hacer intervenir en el asunto de la conversación el canto de un gallo en el alborear de la mañana. Un alma puede llegar a Dios por una serie de disgustos.

Respuesta a la gracia

El siguiente paso en el regreso a Dios después del despertar de la conciencia gracias a la desilusión por el pecado, corresponde a Dios. En cuanto nos hemos vaciado o estamos desilusionados, llega Él para llenar el vacío. “Nadie viene al Padre sino por mí” (San Juan 14, 6). Y San Lucas nos dice: “Y el Señor, volviéndose, miró a Pedro” (San Lucas 22, 61).

Así como el pecado es aversión a Dios, la gracia es la conversión a Dios. Nuestro Señor no dice: -Ya te dije que caerías-. No nos abandona por más que nosotros le abandonemos a Él. Se vuelve hacia nosotros, por cuanto sabe que somos pecadores. Dios nunca nos deja. La palabra aquí empleada para describir la mirada de Nuestro Señor es la misma proferida en la primera ocasión en que Nuestro Señor encontró a Pedro- siendo su significado que “miró a través” de Pedro. Pedro es llamado de nuevo a los dulces comienzos de Su gracia y vocación. Judas recibió los labios para volver a llamarle a la camaradería. Pedro recibió una mirada con ojos que nos ven, no como nos ven nuestros semejantes, no como nos vemos nosotros mismos, sino como somos en realidad. Eran los ojos de un amigo herido, la mirada de un Cristo herido. Nunca alcanzaremos a comprender el lenguaje de esos ojos.

Enmienda 

Así como el pecado empieza con el abandono de la mortificación, de igual modo la conversión significa volver a ella. En Hamlet le preguntan al Rey: “Puede uno perdonar y recordar la ofensa?” Hay cosas tales como ocasiones de pecar, es decir aquellas personas, lugares y circunstancias que secan y pudren el alma.

La conversión de Pedro no sería completa a menos que abandonará el lugar en el que, sirvientas, esclavos y conveniencias humanas se combinaron para hacerle negar al Maestro. Ya no se calentará más junto a las fogatas ni se sentará pasivamente mientras su Juez es juzgado. Las Escrituras registran su entienda o purgación con la sencilla expresión: “Y saliendo”. Todas las redes del pecado, los bienes mal adquiridos, el respeto humano que adquirió, todo eso queda ahora pisoteado bajo sus plantas en cuanto “sale”.

Dolor 

Pero ese abandono de los tabernáculos del pecado no bastaría si no hubiese dolor. Algunos dejan el pecado únicamente porque lo encuentran desagradable. No hay verdadera conversión hasta que el pecado es considerado como una ofensa contra la Persona de Dios: “Contra ti he pecado”, dicen las Escrituras, no contra el “Espacio-tiempo” o contra el “Universo Cósmico” o contra los “Poderes del Más Allá”. Experimentado un dolor que venga de la pena de haber ofendido a Dios por ser Él todo bien y merecedor de todo nuestro amor, y tendréis la salvación.

Por eso, y de acuerdo con ello, escriben los Evangelistas: “Y saliendo fuera Pedro lloró amargamente” (San Lucas 22, 62). Su corazón estaba roto en mil pedazos, y sus ojos te miraron a las pupilas de Cristo se convierten ahora en dos fuentes. Moisés golpeó una roca y surgió el agua. Cristo miró a una piedra y brotaron las lágrimas. Sostiene la tradición que Pedro lloró tanto por sus pecados que sus mejillas quedaron arrugadas por los surcos de aquellas corrientes de penitencia.

Sobre esas lágrimas se alza el rostro de la Luz del Mundo, y por entre ellas nos llega el arcoíris de la esperanza, asegurando a todas las almas que nunca más volverá a haber un solo corazón destruido por el flujo del pecado siempre que se vuelva hacia Él, que es Arca de Salvación amor del Universo.

Esto cierra la historia del más humano de los humanos que figuran en los Evangelios, el que en un momento está caminando sobre las olas del mar y al instante siguiente está bajo las mismas, ahogándose y clamando: "Señor, sálvame". En un momento determinado dice que morirá con Nuestro Señor; una hora después niega que conozca a Aquél por el que quería morir.

¡Quién es que no tenga dentro de sí esos elementos encontrados, que desee el bien y obre mal y que, según palabras de Ovidio “ve y aprueba lo mejor de la vida, pero sigue a lo peor!”

Pedro es el ejemplo supremo de la advertencia de los Evangelios: “…Así el que piensa estar firme, mire no caiga” (Corintios 10, 12). En nadie más está también expresada la falacia del humanismo, entendido como autosuficiencia del hombre sin Dios, o la total falta de adecuación de nuestra propia razón y de nuestra propia fortaleza para sacarnos del atolladero en que nos hayamos sin la renovación periódica de la Divina Gracia que nos viene de Dios.

Por cuanto es Pedro tan parecido a nosotros en nuestros conflictos, es también, por lo tanto, nuestra mayor esperanza. Los demás apóstoles escribieron menos de sus experiencias de lo que escribió Pedro. La Epístola de San Pablo a Timoteo es exhortación; la Epístola de San Juan es un llamado a la fraternidad: la Epístola de Santiago es para una religión práctica; pero la Epístola de Pedro es el sumario de su yo primero y podría llamársela la Epístola del valor. En cada línea, en cada palabra de este documento revelado, descubrimos a Pedro utilizando sus primitivos o como peldaño por el que asciende a una nueva vida.

 Al Pedro que se hundía entre las olas, él, el nuevo Pedro, le da valor: "Para los que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero. En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo”. (1 San Pedro 1,5-7)

“¿Y quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien? Mas también si alguna cosa padecéis por causa de la justicia, bienaventurados sois. Por tanto, no os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros.” (1 San Pedro 3, 13-15).

No tiene nada de extraño que Nuestro Divino Señor, que conoce a todas las almas y su manera de ser interna, elija como Cabeza de Su Iglesia, no a Juan que nunca renegó y que, único de entre todos los apóstoles, estaba presente en la colina del Calvario, sino que más bien elige a Pedro que cayó y luego levantóse de nuevo, que pecó y que después fue perdonado en una penitencia de toda la vida, para que Su Iglesia pudiera comprender algo de la flaqueza y el pecado humano, y llevará a millones de sus almas el Evangelio de Esperanza y la seguridad de la Misericordia Divina.

Así pues, de acuerdo con ello, cuando Pedro llegó al final de su estadía en la tierra, no pidió ser crucificado como lo fue Nuestro Señor con la cabeza para arriba, sino con la cabeza hacia abajo, hacia la tierra. Nuestro Señor lo había llamado la Piedra de Su Iglesia, y la piedra fue a sentada donde correspondía: muy profundamente en las raíces de la creación.

En el mismo lugar donde el hombre valiente fuera crucificado cabeza abajo, con sus valientes pies dirigidos hacia el cielo, ahora se levanta la mayor cúpula que nunca se haya erigido bajo y hacia la cúpula azul del cielo, la cúpula de la Basílica de San Pedro de Roma. En torno a ella y en gigantescas letras de oro se leen las palabras que Nuestro Señor le dijo a Pedro en Cesárea de Filipo: “Tú eres Pedro; y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. (San Mateo 16, 18).

Más de una vez me he arrodillado bajo aquella cúpula y su inscripción y mirado debajo de sus muchos altares hacia la tumba en que está enterrada aquella Piedra que hizo eterna a Roma; debido a él, el pescador que fue a vivir allí. Supongo que no hay nadie que haya doblado suplicante las rodillas ante aquel Primer Vicario de la Iglesia de Cristo, al que Nuestro Señor dijo que un pecador sería perdonado, no siete veces, sino setenta veces siete, sin compartir la esperanza que Pedro conociera tan bien: “Si nunca has pecado, nunca podrás llamar -Salvador- a Cristo”.

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