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Continuamos con la lectura de Monseñor Straubinger:

Este difícil conflicto entre el paciente y sus amigos parece ha de ser planteado por Dios en pleno Antiguo Testamento, para sugerir a la meditación los misterios del más allá, que sólo habrían de revelarse en la "plenitud de los tiempos" (Gal. 4, 4), cuando Dios determinase hacer conocer aquellas cosas "que desde todos los siglos habían estado en el secreto" (Ef. 3, 9 s.; Col. 1, 26); y que las Antiguas Escrituras sólo presentaban envueltas en el arcano de los libros proféticos y sapienciales. 

No hay duda de que Dios, según el Salmista, habrá de juzgar a los pueblos y a los impíos (Salmo 1, 5; 9, 8-9; 49, 3-4; 81, 8; 95,13; 109, 6; 142, 2), dando a cada uno según sus obras (S. 61, 13), y que su bondad, que es eterna, librará a los justos del Sheol (S. 15, 9-10; 16, 15; 48, 15-16, etc.). Pero, como observa Vigouroux, el Sheol, que suele traducirse por inferno, era simplemente un lugar obscuro y significaba lo mismo que el sepulcro, a donde iban todos los muertos, sin distinguirse en un principio entre buenos y malos, cosa que luego fue aclarándose progresivamente. 

Lo que las Escrituras anunciaban muchas veces, y cuya necesidad todos admitían, dada la caída del hombre, era un Mesías, libertador de todos. "Es por esto —dice Vacant— que la cuestión de los destinos del individuo se confundía con la de la salvación del género humano y de la venida del Mesías. La muerte del cuerpo era la consecuencia del pecado, y por eso es que la resurrección de los cuerpos era mirada como la consecuencia de la liberación del alma" (Dict. de la Bible, I, 465). 

De aquí la gran importancia del libro de Job dentro del cuadro del Antiguo Testamento. No solamente en cuanto enuncia en forma indudable el dogma de la resurrección que nos ha de librar del sepulcro (Job, 13, 15-16; 14, 13; 19, 23-27), sino también en cuanto plantea en forma aguda, la necesidad de una vida futura, en la cual la justicia y la misericordia del Eterno Dios se realicen plenamente, ya que así no sucede en esta vida. 

Esto nos lleva a meditar una consecuencia preciosa para nuestra vida espiritual y para avivar en nosotros la virtud de la Esperanza. Porque según vemos, aquellos judíos que aún no conocían el dogma de la inmortalidad del alma, se resignaban confiadamente a la muerte, aunque ésta significase para ellos una paralización de todo su ser, ya que sabían que un día todo su ser había de gozar de la resurrección que el Mesías debía traerles. 

Nosotros, más afortunados, conocemos plenamente el dogma de la inmortalidad del alma, y sabemos, porque así lo definió el Concilio de Florencia, que ella, mediante el juicio particular, podrá, gracias a la bondad divina, gozar de la visión beatífica mientras el cuerpo permanece en la sepultura en espera de la resurrección en el último día. Pero esta consoladora verdad no debe en manera alguna hacernos olvidar ese gran dogma de la resurrección, ni mirar nuestra salvación como un problema individual que llega a su término el día de la muerte de cada uno, con total independencia del Cuerpo Místico de Cristo, que celebrará cuando Él venga a las Bodas del Cordero (Apoc. 19, 6-9). 

Por eso, "cuando comiencen a suceder estas cosas, abrid los ojos y alzad la cabeza, porque vuestra redención se acerca" (Lúe. 21, 28). 

Por su parte, S. Pablo nos revela que todas las creaturas suspiran con nosotros, aguardando con grande ansia ese día de la resurrección, que él llama de "la manifestación de los hijos de Dios", y de "la redención de nuestro cuerpo" (Rom. 8,19 ss.). Y en otro pasaje, de donde está tomado el texto del frontispicio del Cementerio del Norte de Buenos Aires, que pone en boca de los difuntos las palabras: "Expectamus Dominum": "Esperamos al Señor", vuelve a consolarnos el Apóstol, diciendo: "Pero nuestra morada está en el cielo, de donde asimismo estamos aguardando al Salvador Jesucristo Señor nuestro, el cual transformará nuestro cuerpo, y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas" (Fil. 3, 20-21).

Continuaremos en la próxima lección. ¡Que Dios los bendiga!

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